Cuando decidí que era hora de bajarme de mi carro

por | Jun 9, 2021

Algo que verdaderamente me molesta del lugar en donde vivo es el clasismo, la soberbia y la gente que se siente superior. Acá en El Salvador, adonde uno va se encuentra con alguna barrera clasista que invita a sentirte desprotegido ante la élite o “socialité” salvadoreña (ni tan socialité), quienes te menosprecian por no tener el suficiente dinero, el celular de última, por no haber salido de la mejor escuela o por cosas tan estúpidas como el status que te da el hecho de entrar rápido a una discoteca. Lo cual, para mí solo demuestra años de atraso, mentes cerradas y máxima estupidez.

Como mujer salvadoreña, gran parte de mi vida la pasé creyéndome superior. Y me digo: ¿superior en qué? No soy nadie, no he sido nadie y por más que trate, siempre habrá alguien en teoría, mejor que yo. Y fue con el tiempo que me di cuenta de que el dinero podía comprar muchas cosas, pero no compraba verdaderos amigos; que compraba viajes, pero no buenas experiencias; que te acercaba a “buenos partidos”; sin embargo, no a buenas relaciones ni a muchas otras cosas más que simplemente no compraba. También me sentía cansada de pretender tener una cara de élite (que nunca tuve ni tendré); era demasiado agotador para mí tratar de estar bien vestida, usar las mejores carteras y ponerle cara sonriente a la gente que creía que valía la pena, simplemente me aburrió. Así que preferí abrir mis horizontes y sacudirme un poco la típica gente plástica.

Un día, no sé qué me dio por irme un par de horas antes a mis clases. Manejé y entré a la peatonal de la UCA (Universidad Centroamericana), que no es la ruta que acostumbro y sentía que algo me estaba quemando el oído, que me llamaban con gritos mentales hacia un rincón oscuro apartado, contiguo a un lugar donde vendían tacos y divisé a un hombre que varias veces me había llamado la atención, no por su atractivo físico, porsupuesto, sino porque estaba sucio de pies a cabeza: su pelo no se distinguía de su cara, la camisa que traía puesta parecía más trapeador que otra cosa y su mirada perdida, su boca con un cigarro Delta y sus manos sucias, me invitaban a gritos a acercarme y preguntarle cualquier cosa que se me viniera a la mente. No me quedó más que seguir mis instintos de bicha anormal: me parqueé cerca de una tienda, me desabroché el cinturón, saqué la llave y me bajé.
Mientras caminaba los diez pasos que me separaban de donde él estaba sentado, pensé muchas cosas. Lo primero, era si él querría hablar conmigo; lo segundo, fue si él creería que estaba loca y la tercera, “ojalá escuche lo que tengo que decirle” (en ese momento no tenía más que preguntas). Tardé aproximadamente 10 segundos en llegar a donde estaba, me paré frente a él y como si nada, le dije: “Hola”.

Por un instante el hombre se asustó, se quitó rápido el cigarro de la boca y me respondió:
– ¿Me está hablando a mí? – y le dije: – “Sí”, a usted.
Asustado, abrió un poco más los ojos, los tenía rojos, quizás de suciedad o de alguna pequeña infección, pero esa mirada nunca se me olvidó. Le dije que me llamaba Estebana, que estaba pasando por ahí, que lo había visto y que necesitaba hablar con él de lo que fuera. Se asustó un poco, y me dijo medio en broma: – ¿No andará buscando gente para robarle los órganos? – Me dio risa y le dije que ese día no tenía pensado matar a nadie; me invitó a que me sentara si no me daba asco. – ¿Asco? le dije – ¿por qué tendría que darme asco? – y me dijo que era la primera persona que en mucho tiempo lo trataba como lo que era: un ser humano.
Para no hacerles tan largo el cuento, pasé con él una hora, me fumé un par de cigarros, nos tomamos un par de coca colas bien heladas y nos comimos un pan dulce espantoso que jamás recomendaría, pero que me supo a gloria, porque por primera vez en toda mi vida, era una doña nadie y mantuve una plática sincera con un don nadie que no quería más que compañía. Cuando le dije que me tenía que ir, que ya casi empezaba mi clase, me dijo: “Cuídese y vuelva cuando quiera, acá la voy a estar esperando y entonces, voy a ser yo, el que le invite la gaseosa”. Lo miré, le sonreí y no sé de dónde me salió darle un abrazo (la gente me miró con asco) y me fui.

Quisiera poder decir que nos seguimos viendo, que somos amigos, que lo ayudé a salir de la indigencia y que ahora él ya tiene trabajo. Pero esa fue la primera y la última vez que lo vi; un tiempo después, salió en las noticias que a un indigente de la zona le habían disparado en la cabeza mientras dormía. Nunca supe si fue él o no, solo sé que ese día lloré amargamente y me juré que cada vez que sintiera ese impulso loco de platicar con alguien, buscaría a la persona más miserable de todas las que encontrara en mi camino. Y es que esa plática ha sido la primera de innumerables encuentros que, si los escribiera en una sola nota, de seguro los aburriría o peor aún, los haría pensar que soy una especie de santa y ¡Dios guarde! No lo soy. Pero me quedó esa espinita en el corazón. De verdad que ellos son los de las buenas historias, los de los consejos reales, las anécdotas sinceras y las sonrisas agradecidas.

Me gustaría encontrar algún día a otra persona a quien le gustara bajarse del carro a platicar sin razón; quizás con un poco de suerte, la plática sería conmigo y podríamos criticar nuestra sociedad marginadora, clasista, un chiste de capitalismo mediocre que solo busca humillar y quizás con un poquito más de suerte, también le gustara fumar.

¿Tienes algún proyecto en mente o alguna historia maravillosa?

¡Nos encantaría escucharla!